Clinical Research Insider

Relevancia y alcances de la investigación clínica

Por: Federico Lerner*

Para todos nosotros que trabajamos en ciencia, nos parece siempre algo básico que los avances científicos y tecnológicos generen un progreso en nuestra sociedad. Pero día a día hemos aprendido que acercar este sentido de ciencia a la población general es un deber nuestro. Claramente, a lo largo de las últimas décadas nos dimos cuenta, más por el error que por la falta de desarrollo, que esta explicación y divulgación de la ciencia que da soporte a la investigación clínica es una obligación. Generalmente las personas no leen con gusto las publicaciones científicas. Hoy en día solo aquellos que están trabajando en el tema en particular tienen la capacidad para entender concretamente qué se está diciendo en esos textos. Los mismos no son amenos y llevan una determinada nomenclatura científica o incluso fórmulas complejas para los que no están en el tema.

Una de las mejores definiciones de ciencia que conozco la explica como la generación de conocimiento, pero el conocimiento obtenido no necesariamente otorga un beneficio a la sociedad. Especialmente en temas de salud, son varios los ejemplos de numerosos estudios que replican los hallazgos previos, repiten cosas ya conocidas o bien, carecen de sustento metodológico y sus resultados no son válidos. Creo que de esta forma la investigación clínica está formulada metódicamente para la generación de conocimiento que pueda aplicarse como beneficio para nuestra sociedad.

Claramente no será de un día para el otro, pero es un principio básico de la misma que los sujetos participantes en la investigación tengan un beneficio potencial y que la sociedad pueda beneficiarse de ese conocimiento generado. A lo largo de nuestra historia, y especialmente durante los últimos doscientos años por poner una fecha arbitraria, la sociedad ha visto los mayores hallazgos científicos en la salud. Van Leevwenhoeck y Spallanzani comenzaron la era de la microbiología, pusieron en el banco de los acusados a una serie de “seres vivos” como responsables de numerosas enfermedades. Koch, con sus postulados, clasificó la materia como viva o no (dentro de los alcances con los que contaba en su época). A finales de 1800, principios de 1900, Pablo Ehrlich hizo tal vez la mejor definición de las moléculas diana en la terapéutica farmacológica al definir “la bala mágica” como aquella que destruyera exclusivamente a los microbios, desarrollando con ello el primer compuesto sobre la base de arsénico para tratar la sífilis, el hoy famoso compuesto 606, el p.p.-Dihidroxi-diaminoarsenobenceno; luego de haber evaluado cientos de principios activos.

Más allá de detallar una lista larga de los avances biomédicos de los últimos años, cabe recalcar que gracias al agua potable, las cloacas y el tratamiento de residuos, junto con el desarrollo farmacológico y las vacunas, se ha generado hoy en día una expectativa de vida entre los 60 y los 75 años en Latinoamérica (no quiero dejar de mencionar la enorme dispersión que existe en este valor dependiendo del país en consideración, siendo el rango de 30 años en el África subsahariana a más de los 90 años en el Principado de Mónaco). Pero lo que no podemos desconocer es que la esperanza de vida de finales de 1800 era de no más de 35 años y se había mantenido estable desde la Edad Media. Si bien, la investigación científica en salud mejoró tanto la expectativa de vida como su calidad, no todos han sido pasos positivos. La investigación es evaluar algo de lo cual no sabemos el resultado, y aunque esto parezca una obviedad, puede resultar bien (ratificando la hipótesis planteada) o mal (rechazando la misma).

De hecho, si supiéramos cuál sería el resultado de la investigación farmacológica, simplemente no sería ético llevarla a cabo. Dicho de otra forma, la investigación clínica en particular genera un riesgo; no hablo específicamente de las fallas terapéuticas para un sujeto en particular, ya que también puede darse en la práctica médica habitual, sino, por ejemplo, de los estudios que generaron un resultado negativo, los que no pudieron detectar efectos adversos con una muy baja incidencia, o bien, errores metodológicos y de registro.

Básicamente, son muchas más las potenciales moléculas terapéuticas que no continúan en desarrollo que las que alcanzan el mercado comercial. Ya sea por falta de eficacia clínica (consecuente riesgo de tratar una población de pacientes con un tratamiento no eficaz o menos eficaz que su comparador) como por problemas de seguridad (los sujetos participantes recibieron un tratamiento que les ocasionó un efecto adverso). En ambos casos, son los riesgos asociados a realizar ciencia. A lo largo de las últimas décadas han habido algunos ejemplos de problemas de seguridad, uno de los más conocidos es el aumento del riesgo cardiovascular (infarto de miocardio y accidente cardiovascular) por el uso del celecoxib (ante el desbalance de las funciones endotelio-plaquetarias). La investigación científica debe realizarse siguiendo una estricta evaluación de riesgos/beneficios para cada protocolo y siempre debe primar el precepto de no dañar.

Quiero cerrar este pequeño artículo mencionando solo dos de los innumerables resultados positivos de la investigación clínica; según la Organización Mundial de la Salud, se estima que actualmente las vacunas salvan la vida de unos 3 millones de personas al año y decenas de millones fueron salvadas por el descubrimiento de los antipalúdicos. Está en todos nosotros continuar este legado y generar más conocimiento científico para mejorar la calidad de vida de las generaciones venideras.

Federico Lerner*

Director de Operaciones en LatinaBA, una CRO regional y Presidente de CAIC, Congreso Argentino de Investigación Clínica. El Dr. Lerner fue responsable de dirigir muchos equipos de investigación clínica diferentes por primera vez para realizar grandes ensayos de registro global; fue un ex jefe latinoamericano de cuatro importantes CRO globales.

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