Clinical Research Insider

Bioética literaria y la cambiante relación médico/paciente

Por: Luis Javier Plata Rosas*

“…ambos eran magníficos médicos”. Ya en los versos de La Ilíada es explícita la percepción del vínculo que con los hijos de Asclepio (y no lo digo para adornar el texto, pues tratándose de mitología griega, “en verdad” hablamos de los descendientes del dios de la medicina), tienen los guerreros aqueos. Aunque Podalirio y Macaón eran semidioses, Homero omite mencionar su herencia divina y privilegia su desempeño como profesionales de la curación (posiblemente colegas, si es correcta la sospecha que sobre el poeta tiene más de un historiador) en uno de los escenarios en que más se requiere de ella: una guerra.

En su primera aparición en la historia de la literatura occidental, los médicos salen bien librados y se ven colmados de justos elogios. En la gran mayoría de las caídas, heridas por lanzas, flechas o rocas en cabeza, cuello, tórax, abdomen, cadera y extremidades —y hasta mordeduras de serpiente— registradas en hexámeros con detalle y precisión de cirujano (las citadas sospechas no son ociosas), la oportuna intervención y el manejo de traumas de los galenos (perdón por el anacronismo) se tradujeron en la sobrevivencia del paciente y, en consecuencia, en una baja mortalidad: 5%, comparada con 77.5% en los desgraciados que en la epopeya no contaron con atención médica; ¿la excepción?, heridas en la cabeza, con una mortalidad de 100%. Por más semidioses que fuesen, tampoco hacían milagros.

Homero fue tan pródigo en la descripción de los detalles traumatológicos y de los resultados de las intervenciones médicas como parco en la percepción que tirios (más bien, aqueos) y troyanos tenían de la relación entre doctores y pacientes. Sabemos, al menos, que a los primeros no se les atribuía el ser insensibles al dolor de los segundos: al ser avisado de que Menelao estaba herido por una saeta, “a Macaón en el pecho turbósele el ánimo”. Ya dijimos también que no se escatimaba el aprecio a los médicos, “puesto que vale un médico.

Si una profesión abunda en la literatura universal es la de médico. Si cambiamos de los versos clásicos a los medievales, en La Divina Comedia hay un lugar para todos sus practicantes en Limbo (como Hipócrates, Galeno y Avicena), Infierno (en el que Dante, canalizando a Dios, condena por alquimista a Miguel Escoto, sin importarle los méritos del también matemático como traductor de Averroes) y Paraíso (Taddeo Alderotti, el más famoso de los médicos en los tiempos de Dante y quien fuera posiblemente maestro suyo en la Universidad de Bolonia). Que el periplo y el lenguaje médico recurrente del poeta florentino nos remita continuamente a un nosocomio de los mil diablos evidencia el interés que por la medicina tenía quien fue además miembro en el Gremio Florentino de Médicos y Apotecarios. Lamentablemente, ni el Infierno, ni mucho menos el Cielo, son lugares que se presten a exhibir relaciones médico/paciente, como no sean torturantes en el inframundo o, tal vez, enfermizas en el Purgatorio.

Varios y diversos son los caminos para hablar desde la ficción de la forma cambiante con que la sociedad ha visto a sus sanadores. Por ejemplo, los escritores decimonónicos rusos son particularmente útiles a la hora de discutir la ética médica: Tolstoi y La muerte de Iván Ilych, con las reflexiones del protagonista epónimo sobre el valor de la vida; Chéjov (quien, no olvidemos, era médico) y Una visita médica, con el compasivo doctor Koroliov, quien cuando dice “He venido […] para curarla”, no se refiere meramente a las dolencias físicas de su paciente; Bulgákov (colega de Chéjov en las artes literarias y médicas) y su Diario de un joven médico, donde el autor de la mucho más afamada
novela (e igualmente relevante desde una perspectiva bioética) Corazón de perro se cuestiona y nos cuestiona sobre algo que nos es familiar y común a rusos y mexicanos: el paternalismo y su (in) conveniencia, o el doctor que decide por su paciente qué es lo mejor para este último (en el extremo opuesto, y no moral y necesariamente mejor, del doctor que deja la decisión por entero en manos del paciente).

Pero si lo que nos interesa es estudiar de una forma más humanista que científica (sin excluir esta aproximación sistemática y, hasta donde la bioética lo permite, experimental) y atestiguar frente a nosotros una recreación de la idea que de lo que es, o debe ser, o debe evitar ser, la compleja interacción médico/paciente, nada como la ópera. En medio centenar de medio millar de libretos de obras operísticas que se extienden por casi doscientos cincuenta años, un médico y su paciente son parte del reparto.

Aunque cantantes, los médicos no siempre llevan la voz cantante y su papel pasó de engañabobos itinerantes, más preocupados por su beneficio que por sanar al paciente (así sea de mal de amores), como el doctor Dulcamara en L’Elisir d’Amore de Donizetti, a respetados y empáticos profesionistas que acompañan en sus últimas horas al moribundo, tal cual el doctor Grenvill en La Traviatta de Verdi.

Hasta aquí todo muy bien, de no ser porque en el siglo XX se nos atraviesa la figura del médico como científico amoral para quien el paciente no es más que un objeto de estudio con el que experimentar (un temor siempre presente desde la revolución que posibilitó la ciencia moderna), como lo es Wozzeck en la ópera homónima de Alban Berg. Si comenzamos este recorrido literario/musical con el dinero y la fama como fines, esperemos no terminarlo con un simple reemplazo del bienestar del paciente por el estatus social que nos da el mérito académico.

¿Cuál es el futuro de la relación entre médicos y pacientes? ¿Hasta qué punto se verá influenciada por las nuevas tecnologías? ¿Internet, la realidad virtual, las aplicaciones y la inteligencia artificial la facilitarán y harán más ubicua, o la disminuirán y la volverán más prescindible? Si en algún lugar podemos reflexionar sobre éstas y otras cuestiones reales, e imaginar posibles respuestas, ese lugar es la ficción literaria.

*Luis Javier Plata Rosas

Nació en la Ciudad de México. Emigró a Ensenada, Baja California, para estudiar la licenciatura en Oceanología (UABC), la maestría en Oceanografía Física (CICESE) y el doctorado en Oceanografía Costera (UABC, de nuevo). Emigró a Puerto Vallarta, donde lleva puesta desde entonces la camiseta de los Leones Negros de la Universidad de Guadalajara, pues trabaja en el Centro Universitario de la Costa de esta benemérita institución. Vive con su esposa (también oceanóloga, también doctora, también Leona UDG), dos hijos y cinco gatas y corre un maratón por año.

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